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Érase una vez en América: 30 años con Noodles y Max
Hay algunas películas que después de verlas dejan algo en ti. Y eso es lo que me ocurrió la primera vez que vi las casi cuatro horas de Érase una vez en América, la obra cumbre y también la última de Sergio Leone que en este 2014 cumple 30 años.
Quizás es la nostalgia que transmite, que sobrecoge, o la tierna inocencia que muestran los protagonistas de niños, que remueve por dentro, también puede ser la excelente banda sonora del maestro Morricone junto con el increíble reparto, o los paisajes urbanos salvajes y desolados donde tienen lugar sórdidas escenas de violencia, de amor y de desesperación. Érase una vez en América ofrece algo que todos los amantes del cine deberían experimentar y que ocurre en contadas ocasiones: te llena y te deja con la sensación de haber visto algo sublime, casi perfecto. Supongo que las obras maestras son así.
Leone se dedicó al cine siendo un chaval, trabajando en películas americanas rodadas en Europa como Ben Hur o Quo Vadis. En 1960 rodó oficialmente su primera película, El coloso de Rodas. Y unos años más tarde llegó su grandísima Trilogía del dólar: Por un puñado de dólares (1964), La muerte tenía un precio (1965) y El bueno, el feo y el malo (1966). Leone nos regaló con su trilogía a un Clint Eastwood poco conocido hasta el momento y a uno de los más grandes compositores de bandas sonoras del cine, Ennio Morricone, amigo de la infancia de Leone.
Tres descubrimientos en uno. La Trilogía del dólar convirtió a Leone en un director admirado y ahí comenzó su leyenda de perfeccionista (hasta el extremo para muchos), y un poco mal encarado, por decirlo medio bonito, cuando no alcanzaba esa perfección. Era capaz de repetir escenas de planos de detalle hasta desesperar a su personal. Clint Eastwood no fumaba, pero su personaje en la trilogía, el hombre sin nombre, sí, y aunque pretendía aparecer fumando cigarros de atrezzo, Leone no lo consintió y Eastwood acabó enganchado a la nicotina. Tres peliculones en tres años y la fama mundial para Leone y sus dos descubrimientos.
Tras la trilogía rodó otro estupendo spaguetti western, Hasta que llegó su hora (1968), con Henry Fonda y Claudia Cardinale. Después de unos años lejos de las cámaras volvió para rodar Agáchate maldito (1971) y se retiró para preparar su proyecto más ambicioso, que llegó en 1984. Y lo bordó.
Érase una vez en América es un retrato generacional dividido (comercialmente en su época) en dos partes; la primera muestra los años en los que cuatro amigos, en tiempos de la Ley Seca, comienzan a robar, engañar y estafar para poder salir adelante en una época muy complicada. Así conocemos a Noodles, a quién dará vida de adulto Robert De Niro y a Max, James Woods. Junto a Patsy y a Cockeye se convierten pronto en una pequeña organización de «mafiosillos» adolescentes que además de sus «fechorías», tienen tiempo para el amor, el inicio sexual y también la amistad. La segunda parte de la película arranca muchos años después, cuando alguno de ellos ha conseguido convertirse en uno de los mafiosos más importantes de Norteamérica. Así que imaginaros qué de cosas pasan por el medio, ya que hablamos de una peli de casi cuatro horas. De ahí que para su comercialización se dividió en dos, y en un principio se contaba de forma lineal y no a través del flashback, tal y como la pensó y la rodó Leone.
Podríamos definir la peli como un western urbano protagonizado por gángsters. Nos encontramos con aquellos zooms tan personales de Leone, con una nostalgia que lo envuelve todo, con la soledad, con escenas y diálogos violentos que remueven a cualquiera y con lo peor: la franqueza, la realidad, la vida misma, las traiciones, la desesperación de un hombre que no consigue a la mujer amada, la desesperación de un niño que tiene que elegir entre comerse un pastel y saciar su hambre o mantener relaciones sexuales… La vida en aquellos años no pudo ser muy fácil y así nos la cuenta Leone.
Y para ello cuenta con dos grandes de la escena, un Robert De Niro sublime como siempre, que incluso intentó entrevistarse con el capo judeo-estadounidense de aquellos años Meyer Lansky, para preparar su personaje, y un James Woods que superó el casting entre otros muchos candidatos. De Niro ya conocía la fama, había trabajado para Scorsese en Toro Salvaje, Taxi Driver y Malas Calles y para Coppola en El Padrino II; Woods alcanzó el estrellato con este papel, el de un mafioso muy peligroso, ambicioso, capaz de asesinar a sangre fría y de llevarse por delante a cualquiera. El papel de De Niro es bastante más complicado. Nunca sabes por dónde te va a salir Noodles, ni cuando es un crío, ni en el fumadero de opio, ni cuando se baja del tren, ni cuando termina la película. La relación entre estos dos amigos es el hilo principal de la película, el hilo argumental. El otro hilo, más sútil, pero igual de perfecto, es la banda sonora del genio Morricone. Para muchos, la mejor banda sonora de la historia del cine. Imagen y sonido encajan a la perfección y la peli no podría entenderse de la misma manera con distinta banda sonora.
Y cuando la peli cumple los mismos años que la que escribe, y la vuelves a ver por cuarta vez quizás, ¡te das cuenta de que los años no pasan para todos igual! La esencia de la peli se mantiene intacta, y no hay nada en ella que haya envejecido mal. Sigue transmitiendo la escalofriante dureza con la que la que fue concebida. Sigue sobrecogiendo en los sucesos que cuenta. Sigue emocionando con esos personajes de duro semblante y tierno corazón que tuvieron que crecer a base de puñetazos. La obra maestra de Leone, la película que le causó tantos problemas con la Warner Bros que agravó sus dolencias cardíacas, es de esos títulos que hay que ver si dices que te gusta el cine. Puede ser larga, incluso lenta en ocasiones, pero en cada minuto del metraje hay algo, un detalle, un gesto, una nota musical, una mirada que la hacen única e inolvidable, que hacen que sea una de esas películas que después de verlas dejan algo en ti.
Por Lore Pérez