Durante una década comimos con las imágenes narradas por Buruaga en las que los cubanos trataban de abandonar “su” isla en barcazas, cayucos, fuerabordas y otros vehículos marítimos, más propios de un certamen de autos locos o Red Bull que de emigrantes en busca de un futuro, tratando de huir de la extrema pobreza y de un futuro anodino hacía latitudes en las que el sueño americano no fuese un plato de arroz con frijoles o una botella de ron de caña. Los 90 fueron especialmente duros en Cuba después de que el bloque soviético cayera y dejará de dar apoyo económico y material al régimen castrista. Fidel vio las barbas de su vecino mojar, y puso las suyas a remojar aumentando la presión policial y la persecución a los grupos disidentes, al mismo tiempo que permitía la fuga masiva de sus compatriotas hasta la infiel Miami.
En este contexto, entre la realidad menos humanizada y la magia de los tiempos extraños, se desarrolla la tragicómica fábula de El rey de La Habana, la nueva película de Agustí Villaronga basada en la excelente novela de Pedro Juan Gutiérrez. El director catalán sigue las andanzas del joven Reinaldo (Maykol David) por las calles de la capital cubana (aunque la película fue rodada en Santo Domingo, la burocracia dejó a Villaronga sin escenarios reales), después de una infancia malgastada en un correccional en el que el color de la piel mide la escala social. De sus devaneos con las mujeres, y de su afán por prosperar a través de la delincuencia, pasamos a un retrato alejado de toda moral de la supervivencia en La Habana de aquella época: un burdel en el que jineteras, ron y son dejan de ser un tópico recurrente para convertirse en el epicentro de un terremoto de sentimientos encontrados, magia negra y sexo sin etiquetas.
Por la cámara desfilan putas, yonkis, travestis (con mayúsculas el papel de Héctor Medina como el humilde Pigmalión del protagonista), asesinos y la opulenta alta sociedad, tan dada al rechazo público de las perversiones de los arrabaleros habitantes de la decadencia cubana, y tan practicante en privado de los más oscuros deseos del hombre. La línea entre el bien y el mal está separada solo por el tamaño de una polla, o la cantidad de hostias que estás dispuesto a recibir de tu chulo, tu camello o la policía.
La película avanza irremediablemente desde la comedia más cruda, hasta la tragedia más inevitable, marcada en su desarrollo por el descubrimiento de los mecanismos sociales más infames por parte del protagonista. Si bien el elenco de actores aporta ritmo y gracia al metraje, es la magnífica Yordanka Ariosa (Concha de Plata a la mejor actriz en San Sebastián) quien sostiene con una interpretación sublime todo el peso de la película. Un ejercicio de autenticidad, de desespero y arraigo a un mundo en vías de extinción, devorado por el incipiente capitalismo que trata de maquillar el oscuro pasado de la isla. Una expresividad siempre lindando en la sobreactuación, pero contenida dentro de la realidad excesiva de los cubanos.
Lo mejor: El humor negro y vivo de los cubanos, muy bien recogido por el director. La magnífica interpretación de Yordanka Ariosa, una de las mejores del año.
Lo peor: Es tan excesiva que en ocasiones puede parecer más una parodia que un retrato. No esperen una nueva joya del cine latinoamericano, ni una detallista cinta made in Villaronga, la disfrutarán más.
Por J.M.C.
@Jatovader