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Cine Europeo

Borg McEnroe: De convencionalismos contraproducentes

En uno de los momentos de la maravillosa  recreación de la final de Wimbledon de 1980 entre Björn Borg y John McEnroe, un periodista que narra el choque se dirige a la audiencia para explicar el funcionamiento del tie-break en el tenis. Sin duda, el monólogo del locutor suena un tanto inverosímil en el contexto de cualquier retransmisión deportiva, y aunque tal vez trate de plasmar una narración verídica, se percibe cómo el enésimo uso excesivo de la palabra a lo largo del film. Precisamente porque el momento más importante de la película, cinematográficamente hablando, ya hace minutos que ha llegado, el discurso suena fuera de lugar; aún más cuando en la pantalla se sobreimpresiona el desarrollo del marcador del tie-break. He aquí también, junto a contextualizaciones históricas, comentarios biográficos o ubicaciones geográficas, la enésima utilización de aclaraciones escritas en pantalla. Y es que en su conjunto, Borg McEnroe (2017) prefiere recurrir a la dialéctica fácil y no explotar su despliegue visual hasta el último acto; que bien podría haber sido una película entera donde desarrollar todos sus personajes, bajo un clima de extrema tensión.

No es de extrañar que la obra del director danés Janus Metz, autor del aclamado documental de guerra Armadillo (2010), inicie el film con una especie de tráiler breve del famoso partido, a modo de prólogo acelerado. Sin duda, el gran atractivo de la película es este último bloque de batalla tenística y virtuosismo formal, del que sin embargo la propia película se resiente de tanto prepararle el terreno. El desarrollo de los personajes protagonistas no alcanza la plenitud esperada, pese a una interesante contraposición de personalidades que sirve de doble retrato continuo y a unas interpretaciones magníficas de Sverrir Gudnason y Shia LaBeouf. Así mismo, el trazo grueso con el que director y escritor dibujan a los personajes secundarios tampoco ayuda al retrato del entorno de ambas figuras, llamando particularmente la atención el personaje femenino de Mariana Simionescu (Tuva Novotny), que por su condición de extenista en el momento, a buen seguro podría haber sido un personaje mucho más complejo más allá de personificar a la prometida de Björn Borg. En lo relativo al personaje de John McEnroe no sólo llama la atención la falta de profundización sobre su complejo carácter, sino la ausencia de secundarios que lo rodeen, aparte de una figura paterna muy pobre por escasa en apariciones.

Visto en perspectiva, este último aspecto no deja de evidenciar un doble retrato desequilibrado en perjuicio del personaje del tenista neoyorquino, como si hablar del hombre apacible, obsesivo y humilde fuera más beneficioso que hilar el complejo retrato del joven rebelde impertinente. Ya en los créditos podemos observar cómo el único tenista al que se le agradece su colaboración es Björn Borg, evidenciando la no-contribución de McEnroe en el film, algo que sin embargo no justifica el descompensado balance entre ambas tramas narrativas. En este caso, y pese a cierta redención final del tenista americano, parece haber pesado bastante el origen nórdico de la producción (Suecia-Dinamarca-Finlandia).

En su totalidad, la película tiene un problema estructural cíclico: si la última parte del film se autoinflinge lo mismo que el tenista sueco durante el campeonato de Wimbledon, donde el exceso de expectativas generadas afecta a sus rondas previas, a toda la primera parte del largometraje le ocurre como al tenista americano; su energía descontrolada en un sola dirección (la final, el último acto) hace que las primeras fases parezcan menos trascendentes. Energía e ímpetu que finalmente se traducen en un ritmo precipitado de montaje. Todo ello hace que, junto a una ausencia inexplicable de la imagen de archivo (más allá de una falsa imagen de Super-8), y a una utilización del flashback bastante poco trabajada, Borg McEnroe sea una película muy irregular y sobretodo demasiado amable, por convencional.

Lo mejor: La espectacular recreación de la final de Wimbledon, técnicamente asombrosa.

Lo peor: Su poca confianza en el lenguaje puramente visual fuera de todo lo que no es el partido de tenis.

Por Martí Soler Arce
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